En la calle – Biblioteca Bella Vista – Revista Sudestada Nº 60 julio de 2007


En la calle

Biblioteca Bella Vista

A fines de los 80, Susana Fiorito y Andrés Rivera compraron un depósito de forrajes donde, junto a otros militantes, comenzaron a construir una Biblioteca Popular que lleva el nombre del mismo barrio donde se levantó: «Bella Vista». Allí se construyen sueños en medio de una zona devastada por la desocupación y que ofrece pocas chances para el desarrollo de los jóvenes.

En la capital de la provincia de Córdoba existe un barrio que se llama Bella Vista. Un suburbio que en los últimos años fue arrasado por la desocupación y la droga. Allí, entre tanta desesperación existe una Biblioteca, pero no es una biblioteca más ya que es una experiencia única y reveladora en su práctica.

La Biblioteca Popular Bella Vista se encuentra en una calle empinada en el corazón del barrio homónimo, y a metros de La Cañada, un río cuyo curso está marcado por enormes muros que atraviesan la ciudad. En la intersección de las calles Rufino Zado e Iriarte, donde se eleva el edificio de la Biblioteca, es habitual presenciar el ir y venir de vecinos que concurren a muchas de las actividades que se desarrollan allí, desde oficios varios pasando por informática, danza, teatro y demás actividades que le dan vida.

Durante la década del 80, Susana Fiorito y el escritor Andrés Rivera -su compañero en la vida- juntaron un dinero hasta que a principios de 1990 decidieron comprar un viejo depósito de forrajes para comenzar a hacer realidad un viejo sueño: la construcción de una Biblioteca en un barrio de trabajadores. Susana, quien es presidenta del consejo administrativo, relata esos comienzos: «Al principio el lugar no tenía rejas, y apenas había algunas sillas, bancos y unos tablones de andamio, más una pila de ladrillos y cuatrocientos libros que trajimos con Andrés. Al no tener rejas, los chicos entraban por la ventana y empezaron a jugar adentro. Después se acercó una maestra jubilada, joven pero jubilada por problemas de salud, y se ofreció para ver si podía hacer algo con los chicos para evitar que se trompearan. En esa época nos reuníamos los sábados y domingos porque en la semana trabajábamos. La maestra tenía que ir a los Bancos a pedir ese papel extenso en forma de acordeón que usaban las viejas computadoras y se los daba a cada chico, y luego compraba unos lápices para que dibujaran. Los chicos se pegaban entre sí, y uno le movía al otro el papel y le arruinaba el dibujo, entonces la maestra compró un rollo de papel para envolver y puso uno en toda la mesa para todos los chicos que estaban alrededor. Entonces cuando uno quería mover el dibujo del otro movía su propio dibujo. Al final de la semana se pegaba el papel en la pared y nos dimos cuenta de que los dibujos de un lado aparecían al revés y los del otro quedaban con la cabeza hacia arriba; entonces surgió toda una discusión, y se decidió que cada papel estaría una semana hacia un lado y otra hacia el otro. Así comenzaron construyéndose las relaciones y las pautas».

Además de Susana y Andrés, la primera comisión directiva de la biblioteca se formó con gente muy cercana al Sitrac, algunos de ellos activistas, como el secretario general Carlos Masera, y otros militantes como José Ponce, y Roberto Vélez. «Ninguno de nosotros tenía la menor idea de lo que era una biblioteca, yo era hija de ricos y jamás fui a una biblioteca pública, Andrés era hijo único de una Idishe Mame, y siempre se procuró los libros, el último año de su secundario se hizo la «rata» todo el año, se tomaba el tranvía y se iba al Cabildo, porque ahí cerca había librerías de viejo, entonces leía todo el día, hasta que se cumplía la hora en que tenía que volver. Los otros integrantes de la comisión como Masera solamente habían hecho hasta tercer grado y en Calchín, donde no había biblioteca; creo que Ponce hizo la primaria completa. Es decir que no teníamos la menor idea salvo la construcción ideológica de lo que es una biblioteca», relata Susana.

Pero la tarea no fue fácil y agrega: «En el barrio la gente empezó a ingresar muy tímidamente. Primero fueron los chicos, después llegó una profesora de dibujo y luego una de canto. Conseguimos un pequeño subsidio y los vecinos más viejos ayudaron a sacar el techo, las chapas de zinc y los hierros. Después hicimos los parantes y luego, tres arquitectos de acá -una era la hermana del Cuqui Curutchet, aquel abogado del Sitrac que la Triple A asesinó en Ezeiza en el 74- hicieron un proyecto de biblioteca y lo primero que hicimos fue arreglar el salón y transformar los dormitorios en aulas. A partir de ahí empezaron a entrar los vecinos. Y ellos mismos te comentaban que tenían un familiar en cama y querían llevarle alguna revista, porque no imaginaban que teníamos libros, y entonces los llevábamos por los estantes y les preguntábamos qué edad tenía, si había terminado la primaria, si le gustaban los cuentos, como para saber qué podía llegar a interesarle. Esta Biblioteca creció con una dosis de relación muy personal con los vecinos, en el intercambio de información. Además, los primeros bibliotecarios fueron personas del barrio o estudiaban bibliotecología, ahí fue más fácil».

Tanto la Biblioteca como la Fundación tienen una motivación política pero no partidaria, y además no practican ningún tipo de asistencialismo, ni son una extensión de la escuela, pero sí funcionan como una opción para el aprendizaje de los vecinos. Uno de sus objetivos es tratar de potenciar las posibilidades que tiene cada persona. Guadalupe Laenge, quien llegó desde la provincia de Corrientes con una experiencia propia en lo que a bibliotecas populares se refiere, comenta cómo muchos de los vecinos comenzaron a animarse a dar talleres sin saber que lo podían hacer: «La biblioteca llegó a tener 80 talleristas, de los cuales 29 son vecinos del barrio sin educación formal, que han aprendido una cosa para luego enseñar. En un momento la gente comenzó a pedir gimnasia, yoga, expresión corporal, la demanda nos hizo crecer. Y a partir de allí los vecinos se acercaron a compartir lo que sabían hacer. A veces la gente no se anima a entrar; el caso de una vecina: pasaba con el changuito de las compras, y pensaba ‘estos viejos locos’… cuando los chicos empezaron a entrar llevó a su hija y a partir de eso se sumó a las actividades y luego de mucho tiempo se animó a dar un taller de tejido y costura. Probó y se dio cuenta que sabía enseñar».

Los años fueron pasando y la Biblioteca fue creciendo. Salas de lectura, de cine, una hemeroteca, una huerta orgánica, infinidad de talleres… es lo que ofrece en un barrio que parece avanzar en sentido contrario. Pese al esfuerzo que hacen quienes forman parte de la biblioteca, el barrio cambió mucho en los últimos años.

Históricamente, Bella Vista siempre fue un barrio difícil, pero desde los años noventa la cosa se fue poniendo más pesada. Susana presenció estas transformaciones: «Hace muchos años, Bella Vista era un barrio de obreros, los jóvenes entraban en IME (Industrias Mecánicas del Estado) que fabricaba el rastrojero y la moto Puma, los adolescentes entraban como aprendices a los 15 años y tres años después salían como fresadores, torneros o mecánicos. De ahí se empleaban inmediatamente en la industria privada, primero la IKA, que ahora es la Renault, después en la Fiat y en la Volswagen, en ILASA que era un fábrica de componentes electrónicos… era un barrio de trabajadores que el fin de semana se hacían su casa y ahora pasó a ser un barrio de desocupados, uno de los barrios con la mayor tasa de distribución de cocaína y consumo de paco (pasta base), y un lugar donde muchos púberes mantienen la casa llevando sobres de cocaína los viernes a los boliches, porque el padre está desocupado desde el año 2000 y la madre, que hizo tareas de limpieza en los barrios ricos, después de ese año ya no la tomaron más».

Así, Bella Vista se fue transformando en uno de los tantos barrios de la periferia donde los adolescentes no encuentran salida a un sistema que los explota y los margina de una manera cruel: «Hace poco nos contó una compañera que una enfermera del Hospital de Urgencia -donde van todos los accidentados graves por accidentes de tránsito- le comentó sobre las mezclas que hacen los adolescentes y jóvenes los días viernes. Ingieren toda clase de alcohol con anfetaminas, hasta kerosén y lavandina, algunos se lo inyectan y otros lo toman. Pero este es un fenómeno de todas las clases sociales, con secundario o sin él, y de muchos otros barrios, y los más afectados son aquellos cuyas edades oscilan entre los 15 y los 22 años. La cosa está mucho peor de lo que pensamos, la autodestrucción es brutal», comenta con un cierto dejo de tristeza Fiorito y agrega: «Hay muchos pibes que lo único que les queda es ir a «hacer un cuero» como dicen acá a sacar una billetera, o «hacer una soga» -sacar ropa de los tendederos- y terminan cumpliendo condenas y cuando salen, la única referencia que los hace partícipes de esta sociedad es haber pertenecido a algún taller de la Biblioteca. Es decir que concurrir a la Biblioteca está en la valoración de los vecinos como algo positivo»…

La nota completa en la edición gráfica de Sudestada Nº60-Julio 2007

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